Así que va a ser verdad que iba en serio.
Estaba yo ayer tomando un refresco en una terraza con un viejo amigo. Entré al baño y pasé junto a la misma mesa de billar en la que yo solía jugar con mis amigos en una época en la que los chavales que ahora estaban allí, empuñando los tacos con gran jolgorio, ni siquiera habían nacido. Nada había cambiado en el bar. La misma mesa de billar, las mismas escaleras, la misma barra.
Fue como si mientras jugaba al billar, en un momento de descuido, hubiera cerrado los ojos abstraído y, al volver a abrirlos, me hubiera encontrado allí mismo, 35 años más tarde, 35 años más viejo. Del extraordinario contraste entre los brillantes futuros que entonces imaginaba con los discretos presentes por los que ahora camino mejor, si eso, ya hablo otro día.
Salí pensativo, me reencontré con mi amigo y, así, a bocajarro, se me ocurre preguntarle si alguna vez se interroga acerca de «para qué vivimos». De su perplejidad también prefiero no decir nada.
Y, por la noche, justo antes de dormir, una última mirada y me encuentro, de sopetón, con este viejo poema.
Sincronicidades. Ahí es nada.